PERDIZ
CUARTOS
Sol. Cortinas calientes.
Iluminadas. Es como se sintió cuando vio las cartas y después a la misma
Lyda—como si lo hubieran llenado repentinamente de luz, como si el sol ardiera
en su propio pecho.
No dejó de amarlo. Las cartas eran la prueba, pero ella misma lo dijo.
-Incluso aunque me abandonaste, te seguía amando. Siempre lo haré.
Y ahora aquí está con él, vagando por esta cocina en la casa que Iralene
diseñó, de la que le empezó como si fuera un sueño, pero ya estaba en
construcción—Ahora ¿desde hace cuánto?
Manteca brilla en un plato de cristal. Un tostador reluce en la
esquina. Una mujer está junto al lavado, con su fina espalda, su remera
floreada.
Sabe que es una imagen de su madre. Quiere ir y tocarle el hombro.
Pero sabe que no hay ningún hombro. Ninguna mujer. Quiere que se gire y lo
mire. Pero no tiene madre.
Lyda toma un vaso de leche, agua decorada. Su mano la atraviesa en
un desliz.
Iralene entra al cuarto. -¿Te gusta? –Pregunta.
¿Puede él amarlas a ambas? Su amor por Lyda es profundo. Pero ha llegado a
querer a Iralene. Es firme y honesta. Todos se mueven por la cocina donde su
madre—su pálida imagen en el lavado—mete la mano en el agua espumosa, girando
un plato blanco, tarareando para sí misma. Es tan real que no soporta mirarla
demasiado tiempo. Quiere que ella lo vea allí, que lo trate como suyo—de vuelta.
¿Pero le gusta? ¿Puede responder a eso? Es un espejismo. No es
real ¿No conoce Iralene la diferencia? No le dice nada de esto. Dice. –Me gusta
estar aquí. –Es una verdad a medias.
¿Por qué hay tanto sol? Mana de las ventanas, llena el cuarto con tanto brillo
que emborrona los detalles. Tal vez los detalles no están terminados.
-¿Cómo lo hiciste todo? –Pregunta Perdiz.
-Purdy y Hoppes tienen acceso a todos esos archivos. Pensaron que te
convencería. Hay más. –Dice ella. –Tanto más.
Lyda no se mueve. Está parada en el rayo de luz que tira la falsa ventana.
–Aves. –Dice. –En el centro de rehabilitación tenían pájaros que volaban por
las ventanas falsas de luz justo así.
-¡No tuvimos mucho tiempo! –Dice Iralene con enojo.
-No me gustaban los pájaros. –Dice Lyda. –Me recordaban que no tenía donde ir.
Lyda le dijo que Arvin dejó entrever que las cartas no eran pasadas entre
ellos, que pensó que la había abandonado. Perdiz le explicó que no lo dejaban
verla; Foresteed había tomado el control de su vida. Después ella le confesó
que siempre lo había amado, él le dijo que quería estar con ella. Ella dijo.
–Lo entiendo. -¿Pero qué significa eso—lo entiendo? ¿Qué quería él? ¿Que dijera que había estado
equivocada al dejarlo ir la última vez y que de ahora en adelante, siempre
estarían juntos?
-¡Perdiz! –Es Pressia, llamándolo desde el pasillo. Sigue su voz, pasando un
cuarto con camas marineras.
Se detiene, retrocede y mira dentro. Allí, durmiendo en la cama inferior, está
su hermano. Mi Dios, es Sedge—antes de las mejoras y toda la codificación. No es un soldado de
las Fuerzas Especiales. Es sólo un niño—tal vez de quince o dieciséis. Duerme
aunque el sol brille por la ventana.
Perdiz quiere despertarlo. Quiere escuchar la voz de su hermano. Pero sabe que
éste fue un trabajo apurado. Esto es probablemente todo lo que hace su hermano—duerme,
como una vez hizo, un chico en una litera.
Perdiz apoya la cabeza contra el marco de la puerta. Dice. -Sedge, Sedge. Mi
hermano.
Y entonces Pressia lo vuelve a llamar.
Se aleja de la puerta y entra, sin equilibrio, a un dormitorio.
Una pollera rosa con volados, un dosel. Una jirafa de peluche. Un gran espejo
con incrustaciones en la puerta del armario. Pressia se mira a sí misma en él.
Se acomoda el pelo para atrás. La cicatriz en forma de luna creciente alrededor
de su ojo ya no está en la imagen de su rostro en el espejo.
Y entonces ella se aleja y alza el puño de cabeza de muñeca. Pero en el reflejo
ya no está. Levanta las dos manos y las flexiona—abiertas, cerradas, abiertas,
cerradas.
Mira a Perdiz por el espejo. -¿Por qué alguien haría un lugar como este?
Él no tiene una respuesta.
* * *
Un coro de voces. Pressia las reconoce. Puede decir que Perdiz
también lo hace. Él se paraliza, y ella lo empuja para pasar. Siente como si su
corazón se hubiera hinchado y pudiera explotar. Sigue un pasillo hasta una
salita. Y allí, como si la estuvieran esperando, hay tres hombres. Bradwell, Il
Capitano y Helmud. Tres hombres separados. Hablan, bromean. Helmud se alisa el pelo y se
frota las rodillas. Está nervioso. Il Capitano palmea a Bradwell en la espalda.
Todos ríen.
No puede entender las palabras. Siguen siendo sólo voces—del tipo que se
escuchan al extremo de un largo pasillo por las paredes y puertas. Ellos
tampoco parecen saber que está parada en frente.
-Bradwell. –Dice.
Su rostro está limpio. Sin cicatrices. Sus nudillos no están
arañados. Lleva puesto el saco de un traje—uno hecho a medida.
No hay alas enormes. No hay ningún pájaro en su espalda en
absoluto.
-¿Cómo hicieron esto?
Perdiz está ahora junto a ella. Se agacha y mira sus rostros. –Jesús. –Dice.
–Míralos.
Pressia no puede hacerlo. –Están mal. –Le dice a Perdiz. –No son ellos mismos—no
así, no sin algún pasado.
Ella puede ver un pequeño ojo en un objeto redondo, del tamaño de una manzana,
en el suelo. Un orbe, como le contó Lyda. Cada cuarto debe tener uno, creando
cada una de las imágenes. Nada de esto es real.
Sale de la habitación y corre devuelta por el pasillo, pero éste cambió un
poco. Hay una puerta donde antes estaba segura de que no la había. Está abierta—sólo
una raja. Alza la cabeza de muñeca, aliviada de que sigua con ella, y abre la
puerta de un empujón.
Allí está su abuelo, con una pila de almohadas mullidas detrás de su espalda.
Hay un libro de crucigramas sobre su rodilla. Ella puede ver que sólo tiene una
pierna, y una falsa—brillante y rosa—con una media y zapato negros y pequeños
en la esquina. El ventilador que había estado alojado en su garganta, ya no
está. En su lugar, hay una cicatriz dentada en forma de cruz.
No es como Bradwell, Il Capitano y Helmud en la salita. Parece saber que ella
está allí. Pero entonces dice. -¿Puedo ayudarte? –Como si fuera una
desconocida.
-Soy yo. –Dice Pressia.
-Hola. –Dice su abuelo, pero su tono es vergonzoso como si nunca antes la
hubiera visto.
-Pressia. –Dice ella. –Soy yo. Pressia.
Él cierra fuertemente los ojos por un segundo, como si el nombre
en sí mismo le causara algún dolor. Cuando los abre, sonríe. –Ese era el nombre
de mi esposa. –Dice finalmente. –Murió algunos años atrás.
Pressia entonces camina hasta su abuelo. Alza la mano, se estira para tocar la
de él pero duda. Quiere sentir la calidez ¿Qué pasa si es sólo un truco—un
truco cruel?
Apoya la mano sobre la de él—y siente la sequedad de su piel, la soltura de sus
nudillos artríticos.
-Eres real. –Dice ella. –Pero no me conoces.
Él le sonríe.
A Pressia le arden los ojos con lágrimas. -¡Perdiz! ¡Lyda! –Grita.
Lyda aparece en la puerta.
-Es real. –Dice Pressia. –Tenemos que sacarlo de aquí. Debe estar con nosotros.
Lyda está pasmada por ver al viejo.
-¡Perdiz! -Grita Pressia. -¿Dónde estás?
La chica se estira y toca ahora todo—el muro, las fotos, los pomos, un jarrón.
A veces las cosas son reales, y otras su mano las atraviesa como aire.
-¡Perdiz! –Grita. -¡Perdiz!
No hay respuesta. Corre hacia la cocina, que había pasado de largo la primera
vez.
Una mujer está junto al lavado limpiando los platos y Perdiz está sentado en la
mesa de la cocina.
-Trajiste a mi abuelo de vuelta.
-Excepto su memoria. –Dice él.
-Pero está vivo. –Dice ella. –Hiciste eso. Gracias.
Él mira a la mujer en el fregadero y dice. -¿No sabes quién es ella?
Pressia camina hasta la mesada. Se inclina hacia delante y ve la cara de su
madre, el perfil de su delicada nariz y mentón. Sus ojos son amables. Sus
brazos levemente pecosos están desnudos. Las burbujas de jabón brillan en la
superficie del agua. Entonces ella alza una burbuja en su palma y la sopla
hasta que se eleva y planea y después explota.
Pressia se estira para tocarla.
-No. –Dice Perdiz. –No la toques.
Iralene entra al cuarto, sonriendo. –Esto vale la pena quedárselo ¿o no? Una
casa llena de familia. Todos los que perdieron, perfeccionados. No puedes
derribar la Cúpula ahora ¡No cuando este lugar existe! Puedes llamarlo tu hogar,
Pressia.
-¿Piensas que voy a querer salvar este lugar? No es real.
-No, no. –Dice Iralene, retorciéndose las manos. –Podemos
programarlos mejor. Podemos hacerlos interactivos. Podrás conversar con ellos
eventualmente. No entiendes.
-Tú no entiendes. No son gente de verdad.
-Por eso no puedes derribar la Cúpula, Pressia. –Interrumpe
Perdiz. –Está llena de gente real. Morirán allí afuera ¿Y sabes a quién matarán
primero? A nosotros. A ti y a mí y a Iralene y a Lyda. A Lyda y a nuestro bebé.
Y más…
-¿Más?
-Bebés. –Dice él. –Pequeños bebés en incubadoras ¿Qué les pasará a ellos?
-¿Bebés en incubadoras? –Ella se imagina a las Madres encontrando filas de
niños en cajas de plástico cálidas.
Madre Hestra y las otras los recogerían llenándose los brazos y amarrándolos a
sus cuerpos—un confort familiar de cercanía—y los cuidarían. –Si hay bebés que
necesitan madres, Perdiz, creo que deberías saber quiénes los cuidarían.
-¿Confiarías en las Madres? ¿Las que me cortaron el meñique?
-Las cosas deben cambiar. –Dice Pressia. –Lo sé ¡Tienen que!
-Bueno, se pone peor. Hay gente guardada congelada. No te imaginas… -Perdiz se
levanta, tambalea y sale de la casa, volviendo al corredor.
Pressia lo sigue, gritando. –Perdiz ¿Qué estás haciendo? ¡Perdiz!
Él está doblado sobre sí mismo, tratando de recuperar el aliento,
pero cuando ella lo alcanza, se endereza y entra a la sala de conferencias,
deteniéndose junto a una mesa en el centro del cuarto.
Pressia va hacia la mesa. Hay un mapa del área rodeando la Cúpula, pero es uno
en vivo. Marcas negras se mueven cuesta arriba en cada dirección, acercándose
más y más a la Cúpula ¿Es uno de esos puntos Bradwell? ¿Están Il Capitano y
Helmud entre ellos? ¿Quién tiene la bacteria?
-Los sobrevivientes se están movilizando. –Dice Perdiz.
-Se acercan. –Dice Beckley.
-Jesús. –Dice Perdiz.
-¿Es esta…? –Pressia no está segura de cómo terminar la oración ¿Es esta la revolución?
-Es lo que crees que es. –Él pone la mano en una brillante
almohadilla negra junto a la puerta. Ésta se abre.
-La cámara de mi padre. Entra. Tengo algo más para que veas.
Pressia entra en el cuarto oscurecido. Las luces se prenden. El suelo está
cubierto con fotos de Perdiz y su familia—vacaciones, fotos escolares, feriados—y
cartas escritas a mano. Pressia ve una, claramente firmada. –Tu padre. -¿Es así
como Willux eligió decorar su oficina?
Pressia ve una foto de su madre. Se arrodilla rápidamente y la
levanta. Está sentada junto a una chimenea con un recién nacido en sus brazos—¿Perdiz
o su hermano Sedge? Sólo sabe que no es ella de bebé.
Iralene entra y empieza a levantar los papeles y fotografías como si le
avergonzara el desorden. Perdiz camina hasta un gran escritorio en medio del
cuarto.
-Aquí hay un sistema de comunicación. –Dice Perdiz. –Nos conecta con los otros
lugares en el mundo que sobrevivieron. –Toca el escritorio y una pantalla se
prende en su superficie, como la mesa de caoba en la sala de conferencias, pero
éste es un mapa del mundo. –Si la Cúpula cae, también lo hace tu oportunidad de
encontrar a tu padre. –Apunta a Japón. –Su corazón latía. –Dice Perdiz. –Está vivo en algún lado…
-Weed me dijo que me tirarías con todo para cancelarlo.
-¿Por qué no lo harás?
-¿Por qué piensas que puedo?
-Déjame contarte qué descubrió mi padre. Los Miserables son la raza superior.
Han sido probados y probados por todos los horrores por los que han pasado y fueron
endurecidos ¿Y los Puros? Son débiles—mimados y protegidos. Ya no tienen
realmente sistemas inmunitarios ¿Sabes qué pasará si ya no existe la Cúpula y
los Puros deben vivir allí afuera, respirando ceniza y luchando Terrones y
alimañas y Amasoides?
-Sí. –Dice Pressia. –Sé exactamente qué pasará ¿Lo olvidaste? Esa es mi niñez.
-¿Y quieres que eso suceda de nuevo?
Pressia sacude la cabeza. –Quería que los Puros ayudaran a los sobrevivientes.
Quería equilibrar el campo de juego con la cura. Quería borrar todas las
cicatrices y fusiones y que todos estén enteros de nuevo. Pero ya no quiero
eso. Bradwell tenía razón. Nunca deberíamos borrar el pasado, incluso cuando lo
llevamos en nuestra piel.
-Sé dónde está el botón, Perdiz. -Iralene señala al pequeño cuadrado de metal
incrustado a la pared. -Es éste ¿no? Sálvanos, Perdiz.
Hay un golpe en la puerta abierta. Una voz de hombre dice. -Bradwell está en
espera ¿Estamos listos?
-Lo estamos. –Dice Perdiz.
Una pantalla se ilumina en un muro. Y allí está el rostro de Bradwell. Entrecierra
los ojos. El viento golpea su remera, su pelo. Se gira y mira a un lado—mostrando
las cicatrices gemelas corriéndole por un lado de la cara, sus alas oscuras.
Iralene jadea. No está acostumbrada a la ceniza, cicatrices y fusiones.
Las cámaras alojadas en los ojos de Hastings captan a Il Capitano y Helmud, que
se ven pálidos y débiles. El mayor tiene dos ojos negros y la mandíbula
torcida.
-¿Qué les pasó? –Dice Pressia.
-¿Están esos dos fusionados juntos? -Iralene dice la palabra fusionados como si fuera nueva para ella. Está horrorizada y Pressia recuerda
lo que dijo Bradwell sobre qué suponía que los Puros pensarían de él—ese
disgusto, ese horror.
-Lo explicaré más tarde. –Dice Perdiz.
Pressia se pregunta si habrá un más tarde…
-Dile a Bradwell que lo cancele. –Le dice Perdiz a Pressia ¿Pulsaría
el botón? ¿Mataría a todos los supervivientes de una vez por todas?
Pressia desliza las manos al bolsillo y toma una de las lanzas que Lyda afiló
de los palos de la cuna.
-¡Bradwell! -Dice Pressia. -¿Puedes escucharme?
-¡Sí! –Grita al viento. -¿Estás bien?
-¿Y tú? -Dice.
Él asiente. Mira a Il Capitano y Helmud. –Estamos bien ¡Desearía
poder verte!
-Dile, Pressia. -Dice Perdiz.
-¿Es esa la voz de Perdiz? –Pregunta Bradwell.
-Soy yo. –Dice Perdiz.
-¿Qué tienes que decirme? -Pregunta Bradwell.
Pressia sabe que se supone que le diga que cancele el ataque, pero
en su lugar dice. –Perdiz puede matarlos a todos. Puede presionar un botón diseñado
por su padre y soltar un gas en el viento que los pondrá a dormir para siempre.
Bradwell inspira profundamente. –Estamos desarmados. –Dice. –Il Capitano dijo
que era la única forma de hacerlo. Sin armas. Todos juntos.
-Si derriban la Cúpula, Puros morirán. No pueden vivir fuera. La mayoría no lo
logrará. –Duce Perdiz. –Así que parecen bastante armados para mí.
Il Capitano empieza a hablar. Los ojos de Hastings rápidamente lo
enfocan y su cara acapara las pantallas. -¿Elegirías matar supervivientes a
salvar Puros?
-¿No ven la cantidad de muertes en ambos lados? –Pregunta Perdiz.
-¿Las muertes de Miserables cuentan menos? –Dice Bradwell.
-Ninguno lo puede entender. Voy a ser padre. Tengo un bebé de camino—no saben
cómo es preocuparse por criar a un niño allí afuera.
-Perdiz. –Dice Bradwell. –Nosotros fuimos chicos aquí. Sabemos cómo es, y tú
nunca lo harás.
-¡Mi propio hijo! –Dice Perdiz. –Mi propio hijo tiene que ser capaz de respirar
y crecer y desarrollarse. No puede hacer eso allí afuera.
-¿Tu hijo? -Dice Iralene como si recién ahora le
llegara cuánto le importa este niño ¿Piensa que será su madre? ¿O está hablando
de Lyda?
Pressia dice. –El bebé no es sólo tuyo. De hecho, justo ahora, no
lo es para nada.
-Me matarán—lo sabes. Seré el primero en morir. Matarán también a Iralene.
Puros y Miserables—no importa quién. Nos asesinarán. Sabes qué representamos.
–Presiona las manos contra la pared. –Están en mí. Dentro mío. Mi padre. No se
encuentra sólo en el aire a nuestro alrededor. Está dentro de mi cuerpo. Su
sangre es la mía.
Pressia mira su mano, la que tiene el meñique de vuelta, la que
está peligrosamente cerca del botón de comando. No puede apurarlo con la lanza.
Ha sido codificado con fuerza y velocidad. La vencería con facilidad.
Pero mira a Iralene. Es una Pura—es la raza más débil; eso es lo que llegó a
creer Willux.
Y entonces Pressia se estira en busca de la pálida muñeca de
Iralene. La toma y gira, doblándole el brazo, apretándoselo entre los omóplatos.
Las cartas y fotos que coleccionó en sus brazos caen de sus brazos al suelo, un
spray de caras, cumpleaños, bicicletas, árboles de navidad y cartas escritas a
mano—hojas y hojas de ellas. Su piel se siente fina y fría. Pressia presiona el
rostro de Iralene contra la pared, sosteniéndole el otro brazo con la cadera y
la lanza contra su garganta.
-Aléjate. –Dice Pressia. –O la mataré.
Perdiz mira a Pressia. Aprieta los puños y se queda completamente inmóvil.
–Hastings. -Dice Perdiz. –Toma a Bradwell.
La voz de Perdiz es pequeña y fría. Toma a Bradwell. Las palabras hacen un eco enfermizo en la cabeza de Pressia, un
timbre que no se detendrá.
Hastings no tiene opción.
Empuja a Bradwell al suelo, pone su pie bueno sobre su pecho. Las
alas de Bradwell extendidas debajo suyo. Hastings apunta una de las armas
alojadas en sus brazos al corazón del chico.
Hay un rayo rojo de luz.
Bradwell mira a Hastings a los ojos, pero sólo le habla a Pressia.
Dice. -Lo siento.
Pressia no puede respirar. Ella sabe por qué está arrepentido—no
por lo que pasó, no. Dice que lo siente por lo que está por pasar.
-¡No! -Grita, aun sosteniendo firmemente a Iralene. -¡No!
Y luego Bradwell empieza a luchar devuelta. Contraataca. Patea a Hastings
y trata de luchar para levantarse de la suciedad. Sus alas golpean el suelo,
llenando el aire con más polvo y ceniza.
La pantalla se opaca. El rostro de Bradwell se pierde en la nube
oscura.
-¡Deja de resistirte! –Ordena Hastings. -¡Para, ahora!
Pressia le grita a Perdiz. -¡Haz algo!
Pero Perdiz no entiende ¿o no? Bradwell está peleando a muerte. Lucha,
sabiendo que va a morir.
La pantalla se pone blanca.
Hastings había cerrado los ojos.
Y entonces hay un tiro.
Sólo uno.
Algunos sobrevivientes gritan.
Y luego silencio.
Y entonces hay un grito—fuerte y largo.
Es seguido por otro grito—justo igual de fuerte y justo igual de
largo.
Un eco del primero.
Pressia deja caer la lanza. Afloja su agarre en Iralene, quien
permanece completamente quieta, con su cuerpo apoyado en la pared.
-Está muerto. -Susurra Pressia.
* * *
Hastings está rígido, su pistola posada en la multitud. Es un
soldado. Mantiene su posición.
Il Capitano se arrodilla junto a Bradwell. Le aterroriza toda la
sangre, tan repentina y rápida, esparciéndose por el pecho de Bradwell. Helmud se
sostiene del cuello de su hermano. Agarra su camisa con sus delgados puños.
-Bradwell. –Dice Il Capitano sin aliento. Se supone que debe revisarle el
corazón. Pero la sangre ha empapado su remera. No puede quedar mucho del órgano.
Las manos de Il Capitano tiemblan tanto que apenas puede agarrar la remera de
su amigo. Pero cuando lo hace, la desgarra, abriéndola.
El viento sopla.
Pequeñas hojas sangrientas de papel se alzan.
Il Capitano se sienta mientras el viento recoge los papeles y los
manda volando sobre la suciedad seca.
La bota de Hastings se para sobre uno, sus bordes empapados con rojo.
Il Capitano levanta uno.
Estamos aquí, mis hermanos y hermanas, para acabar con la división,
para ser reconocidos como humanos, para vivir en paz. Cada uno tiene el poder
de ser benevolentes.
No hay una cruz al final del mensaje. Sólo manchas al azar de la
sangre del difunto.
Los sobrevivientes levantan las hojas. Se reúnen alrededor de Bradwell.
Su cuerpo yace en la manta de sus alas con plumas negras. Las
sangrientas hojas blancas siguen revoloteando de su pecho como un moño
interminable empujado por el viento.
Sus brazos están estirados, sus manos abiertas—y de una de ellas, Freedle
aparece. Apenas perdido en las hojas flotando y girando de papel, Freedle extiende
sus alas mecánicas y alza vuelo, dirigiéndose a la Cúpula.
* * *
Pressia no puede respirar. No puede llorar. Bradwell murió. Él
sabía que iba a morir. Si no nos volvemos a ver… Debería
haberse quedado con él. No se debería haber ido. Él sabía, y no le dijo—no la
verdad completa. Dijo si… si, si, si… Pensó que era
sólo el comienzo.
Todavía no se olvida del beso ¿lo recordará por siempre? ¿Le quedó marcado en
los labios? Por esto le hizo prometer estar juntos aquí, ahora, y en el más
allá—en caso de que haya un paraíso… en caso de lo que pueda haber más adelante.
Se lleva el puño al corazón. Ella y Bradwell siguen juntos. No hay
mejor iglesia que el bosque. Al fin y al cabo, una boda es entre dos personas—lo
que prometen en un susurro.
No está segura de por qué, pero ahora siente miedo. Le aprieta el pecho. Sabe
cómo es tener un golpe de pena, cómo es estar de luto. Pero lo que siente es terror.
Se ha ido. Darse cuenta de que el mundo sigue existiendo y él no—a esto es lo
que más le temía. Y aquí está.
Mira el suelo sucio con las fotografías de la feliz niñez de Perdiz.
El chico camina hacia ella.-Lo maté. –Dice.
-No me toques. No me mires.
Perdiz es un fantasma.
Iralene dice. –No mataste a nadie. No lo hiciste. No lo mataste ¡Fue Hastings!
-Cállate. –Dice Pressia. -¡Cállate!
Iralene se desliza por la pared hasta sentarse en el suelo. Su mirada es
inexpresiva.
-Pressia. –Dice Perdiz. –Hice lo correcto. Lo juro. No sabía que Hastings iba a
matarlo.
-Hastings estaba programado para matar a cualquiera que se resistiera. Bradwell
lo sabía. Por eso contraatacó.
-Di la orden. -Dice Perdiz, su voz está tan ronca que es apenas
audible. –Podría haber hecho retroceder a Hastings. Podría haber hecho algo.
-Nos trajiste hasta aquí, -Dice Pressia. –Nos trajiste a todos
hasta este momento. Hiciste algo peor que no haber hecho retroceder a Hastings.
-No iba a presionar el botón. -Murmura Perdiz. –No lo habría
hecho. No habría.
-No. -Dice Iralene. –No habrías. Sé que no. –Luego, con esperanza
en su voz, agrega. -Tal vez eso los detuvo. Quizás se den la vuelta ahora.
-Freedle. -Dice Pressia. -¿No lo viste? Él lleva la bacteria. Ya
viene. Trabaja rápido.
Golpean la puerta con estruendo. Escuchan la voz alta y urgente de
Beckley. -¡La gente se está revelando en las calles! ¡Quieren sangre!
-Vienen por nosotros. -Dice Iralene.
-Nos encontrarán aquí. -Dice Perdiz. –Sé que lo harán.
La pantalla aun muestra la escena. Los ojos de Hastings están bien
abiertos. Escanea la multitud. Il Capitano está gritando. -Sigamos. Esto es lo
que él quería. Avancemos ¡Juntos! –Su cara se encuentra manchada con negro por
la ceniza. Se había limpiado las manos sangrientas en la remera.
Y luego Hastings gira. Camina hacia la Cúpula y se para en línea
junto a otros dos soldados.
-La Cúpula va a caer, y cuando lo haga, voy a salir e ir a casa.
-Dice Pressia. Camina hacia la puerta, la abre, y se para en la sala de
conferencias. Beckley se encuentra junto a su abuelo, quien está sentado en una
de las sillas de cuero, con Lyda a su lado.
-Vienes con nosotros. -Le dice Pressia al anciano. –Te
mantendremos a salvo.
Está asustado pero asiente. Hace mucho, él fue el extraño que la
acogió. Esta vez, ella será la que cuide de él.
* * *
Perdiz mira a Lyda, todavía sorprendido de que esté aquí, tan
cerca, y aun así, tan distante. Las cosas han cambiado entre ellos ¿Cómo fue
esto para ella? Recuerda a Pressia diciéndole a Lyda que iban a llevarse al
bebé ¿Le creyó? ¿Era la verdad? Ya no sabe qué es real. Quizás nunca lo hizo. Pressia
le dirá qué pasó en ese cuarto. Le contará que podría haber salvado a Bradwell y
que falló. Su amigo está muerto. Perdiz dudó ¿Por qué? ¿Por rabia, rancor, o
realmente pensó que estaba haciendo lo correcto, intentando salvar a su gente?
En lo profundo ¿así piensa de los Puros—como su gente? Podría nunca descubrir
su propia verdad. Tal vez así es como empezó su padre—un acto que nunca pudo
retirar y que tuvo que decidir qué tipo de persona era. Perdiz quiere ser
bueno. Siempre lo quiso ¿o no? Justo ahora, debe decidir cómo todos tratarán de
sobrevivir. –Podrías haber corrido. Probablemente deberías haberlo hecho ¿Por
qué te quedaste? –Le pregunta a Beckley.
-Somos amigos. Los amigos se quedan.
Perdiz no se dio cuenta de que ha estado esperando esto, pero
ahora que lo escucha, se alegra. Toma a Beckley y lo abraza. –Gracias. -Dice.
-Debemos movernos ahora. Si no te vas. –Dice Beckley. –Te
encontrarán aquí. No se pueden encerrar. Simplemente te esperarán afuera si te
quedas en la cámara de tu padre.
Perdiz mira a Pressia. Sabe que no se merece ir con ellos. Sacude la cabeza.
-Nos destruirán allí afuera. –Dice. –De una forma o la otra…
-Tenemos que movernos ahora. –Lo urge Beckley.
-Ven con nosotros. –Dice Pressia. –Podemos encontrar una forma de sacarte de la
Cúpula; entonces te hallaremos un escondite fuera.
Beckley y Lyda ayudan al abuelo de Pressia. Van hacia la puerta. Pressia los
sigue. –Vamos, Perdiz. Trae a Iralene. Salir es su única oportunidad. Mantengámonos
juntos. –Perdiz puede decir que le duele decir esto. Sabe qué piensa de él. Se
odia. Detesta ambas palabras—dentro de la Cúpula y fuera.
Iralene y Perdiz entran al pasillo, siguiendo a los otros al ascensor, con Lyda
y Beckley ayudando al abuelo cojo de Pressia.
Entonces Iralene se detiene. Mira la puerta a la casa que diseñó.
Sigue abierta—sólo un poco.
Luz mana de ella.
Agarra el brazo de Perdiz, lo sostiene con fuerza. –Recuerda. -Dice.
-Aún me debes un favor.
-Iralene. –Dice Perdiz con suavidad.
-Me hiciste una promesa. -Dice ella. -¿Te atendrás a ella?
-Por favor… -Dice.
-¿Eres un hombre de palabra? –Dice ella. Él sabe qué desea, y no
quiere que lo diga en voz alta, pero lo hace. –Construí un hogar para nosotros.
Pressia sostiene la puerta del ascensor abierta. -Deprisa. –Los llama, mientras
los otros se giran y miran.
Él sacude la cabeza. –No puedo. -Iralene le suelta el brazo y se dirige hacia
la puerta llena de luz dorada. Agarra las cartas de Lyda.
-No, Perdiz. –Dice Pressia.
Lyda dice. –Allí no hay nada real. Está vacío.
-Puedo sacarlos de aquí. -Dice Beckley rogando. -¡Iralene, dile
que venga con nosotros!
-Un minuto. -Le dice Perdiz a Iralene. Ella asiente. Camina por el
pasillo hacia Lyda. Busca en su bolsillo un manojo de cartas y se las entrega.
-Aquí. Éstas son tuyas.
Lyda toma el pilón y sostiene las cartas contra su pecho. -¿No
puedo quedarme y tú no puedes irte? –Le dice a Perdiz.
-Nunca se sabe qué pasará. Un día…
-Si vienes a buscarme, sabes que estaré allí fuera…
-Ambos. –Dice él. Madre e hijo. –Esta es una nave. Pienso que si
se hunde, debería irme con ella.
Camina de vuelta con Iralene, le toma la mano, saluda una última
vez. Entran al cuarto brillante, a la luz cegadora—y él cierra la puerta detrás
de ellos.
* * *
Un grupo de sobrevivientes hacen guardia sobre el cuerpo de
Bradwell mientras Il Capitano y Helmud lideran a los otros.
El círculo se aprieta más y más hasta que sólo hay nueve metros entre Il
Capitano y los soldados de las Fuerzas Especiales, Hastings entre ellos. Il
Capitano da un grito y los sobrevivientes a su alrededor se detienen.
Su comando viaja por el círculo y pronto, todos los supervivientes están
plantados en su lugar. Hastings mira a Il Capitano ¿Ha perdido contacto con
aquellos dentro? ¿Qué está pasando allí?
Nadie se mueve. Nadie habla. Están parados allí, en el viento, las hojas de Bradwell
aun revoloteando en el aire cenizo.
Y entonces sucede.
Un chirrido, bajo y profundo, como algo escuchado desde una gran
nave.
Hay un pop, y entonces una grieta
corre por el costado de la Cúpula, como una rasgadura en el hielo de un lago
congelado. Se dispara por la superficie, creando fisuras.
Y luego una pieza del domo se levanta, balancea, y luego cae
dentro de la misma Cúpula.
* * *
Nuestra Buena Madre camina cuesta arriba, protegida por todos
lados por Madres. La cruz del marco de la ventana en su pecho mantiene su
postura rígida. Sostiene la cabeza en alto. Cuando ve las grietas correr por la
blanca superficie de la Cúpula, le susurra a la boca de bebé alojada den su
brazo. -¡Vamos a buscar a papi, querido! –Y aprieta su lanza. –Vamos a
encontrar a tu papá.
* * *
Las luces titilan y se atenúan. Arvin espera. Sostiene la
respiración, cierra los ojos—y cuando lo hace, ve las caras de sus padres.
Siguió órdenes para poder mantenerse con vida. Se hizo importante,
indispensable. Pero ahora, finalmente es libre. El generador zumba con vida.
Las luces sobre su cabeza brillan, y escucha el murmullo del laboratorio siendo
sellado. No se irá hasta tener una cura.
* * *
Cuando las luces se apagan, el zumbido de la maquinaria muere
dentro de cada cámara—a un lado y al otro de los pasillos.
Hay un silencio mortal. Peekins ha estado trabajando en esta
cámara, tratando de salvar a una familia—cuatro infantes rígidos, el tinte azul
pálido desvaneciéndose de su piel. Busca en su bolsillo una linterna. La saca y
apunta el brillo hacia los bebés ante él—los Willux. Un par de ojos tiemblan.
Se abren. Es una niña pequeña. La madre de Perdiz. Tal vez sea la única en
sobrevivir.
* * *
Los orbes iluminan cada habitación. Iralene eligió la música—la
misma que bailaron en el picnic, lo que parece hace tanto tiempo. Se filtra por
parlantes escondidos. Se sostienen mutuamente en el salón—es un balanceo más
que un baile. Ahora hay voces en el pasillo, pisadas fuertes.
Perdiz susurra. –La luz solar no entibia. No es real.
-¿Qué es, de todas formas, la realidad? –Dice Iralene.
-Vienen por nosotros.
-Déjalos.
-Iralene. -Dice. Le toma el rostro en sus manos y le toca la
mejilla con los pulgares.
Hay golpes en la puerta, un cuerpo pesado tirándose contra ella
una y otra vez.
* * *
Para cuando alcanzan la calle, pueden ver el cielo a través del
agujero. La ceniza entra revoloteando.
Pressia dice. -Está pasando.
-Ceniza. -Dice Lyda.
Beckley llevan al frágil abuelo de Pressia en su espalda.
–Recordaré cómo era ¿O no? -Dice.
El anciano alza la mano en el aire y caza pequeños copos de ceniza
con su palma. Mira a Pressia, con una expresión sorprendida en el rostro y dice.
-Mi niña.
Pressia empieza a llorar. –Sí. -Dice. –Estoy aquí. –Su madre está
muerta. Bradwell se ha ido. Y Perdiz eligió su propio fin. Pero obtuvo a una
persona de vuelta.
Hay otros en las calles. Algunos gritan y lloran. Aprietan a sus
hijos contra sus pechos. Algunos sostienen objetos de valor—candeleros dorados,
cajas de mobiliaria, sus pistolas. De hecho, a esta distancia, las están
aferrando con tanta fuerza que parecen fusionados con sus posesiones
terrenales.
Algunos empiezan a correr—¿pero hacia dónde? No hay donde ir.
La red eléctrica ha sido comprometida. Las luces parpadean y mueren. El
monorriel para con un chillido. Beckley los lleva hasta el set de escaleras
ocultas entre los ascensores secretos, ahora atascados como todo lo demás.
Llegan a la planta baja de la Cúpula y caminan por las tierras vacías de la
academia, pasan dormitorios, las ventanas oscuras de clases, incluso un campo
de futbol—sus líneas blancas cruzando el césped falso—y la cancha de básquet
detrás de un alambrado. Hubo un tiempo en el que le dijeron que su padre era
base. Su verdadero padre—probablemente nunca escuchará su voz… está allí
afuera.
Finalmente llegan a los campos de soja, verdes y llenos de hojas.
Las hileras se curvan con la forma de la Cúpula. Caminan y caminan. Pressia
puede sentir el viento silbando desde algún lugar oculto a la vista.
Lyda saca su lanza. La ceniza es ahora más espesa, revoloteando
por el aire. Dice. -Está nevando.
Cerca del suelo, un triángulo de la Cúpula ha caído sobre los
campos de soja, sobre las plantas con sus hojas verdes y epispermos amarillas.
El suelo, rociado con esquirlas, cruje bajo sus botas.
Caminan hacia el mismo hoyo y borde de la Cúpula. Pressia mira
hacia afuera, a ese mundo cenizo, su tierra natal. Caminando arduamente colina
arriba están los sobrevivientes, viniendo a aclamar lo que es suyo. Ella
empieza a correr hacia ellos y busca entre las caras a Bradwell, sabiendo que
no estará entre ellas.
Pero allí están Il Capitano y Helmud—manchados de ceniza y
adoloridos. Cuando Il Capitano ve a Pressia, se detiene y cae sobre una
rodilla. Tiene agarrado un pedazo blanco de papel con el puño. Lo levanta sobre
su cabeza como una bandera blanca.
No hay victoria. Siempre hay pérdida.
Esta es la rendición de él.
Esta es la rendición de ella.
Su corazón dice, Suficiente, suficiente, suficiente. Me
rindo.
Y espera que su corazón se detenga.
Perdió demasiado.
Y sabe que allí fuera encontrará el cuerpo de Bradwell. Le
golpeará una y otra vez que él está muerto ¿Cuántos impactos puede soportar?
Pero su corazón late en su pecho y no se detiene.
La devuelve a la vida.
Su propio corazón no se rendirá.
Así que este no es el fin.
Es sólo otro comienzo.
Se detiene y mira sobre su hombro hacia atrás. Caminando por la
nieve negra hacia ella, están Beckley, llevando a su abuelo, vivo después de
todo, en la espalda, y Lyda y el bebé dentro de ella, protegido debajo de su
armadura hecha a mano. Se vuelve hacia Il Capitano. Él se tambalea al ponerse
de pie, con Helmud pesado en su espalda, y camina hacia Pressia. La abraza.
Cuando estaban en la niebla rodeados por criaturas y pensaron que los matarían,
Il Capitano dijo, Si fueras la persona a mi lado, me quedaría por siempre jamás. Esta es la promesa en la que necesita creer. Quédate conmigo.
Quédate.
Esta es su familia ahora.
Ella e Il Capitano y Helmud se giran y miran a los Puros que se
dirigen a los campos, la soja verde relucen alrededor de sus tobillos. Están
pálidos y tienen los ojos bien abiertos, moviéndose como tímidos fantasmas
hacia el borde roto de su mundo.
En algún lugar, Perdiz e Iralene están sentados en una mesa en una
cocina falsa, llena de la brillante luz del sol artificial— mientras las baterías
dentro de los orbes se gastan lentamente. Si la gente venía tras ellos, espera
que al menos luchen. Este es el último retazo de esperanza que tiene en él.
Pero ella eligió esta verdad –Grotescamente hermosa y hermosamente
grotesca—este mundo.
-¿Qué haremos ahora? -Susurra Il Capitano.
-¿Qué haremos? -Dice Helmud.
-No más sangre, -Dice Pressia.
Su corazón late y late y late— cada vez, como una detonación en su
propio pecho— y cada momento a partir de aquí, es un mundo nuevo.
El Fin